Se le estaba cayendo la cabeza en la sopa.
—Papá, tengo mucho sueño.
—Está bien, lávate los dientes y a dormir.
—En tu cama ¿vale?
Lo ha dicho con sus penúltimas fuerzas, pero con una precisión emocional de relojero. Por eso he concedido. Que nadie piense que soy un blando.
Yo he recogido, he apagado las luces y he mirado por la ventana del salón: la alfombra de tejados, las luces como cuentas de un collar de brillantes que alguien hubiera desparramado… y el cielo naranja como a mí me gusta. Lo he sentido todo muy grande, los tejados grandes, las luces grandes, el cielo grande… y a mí muy pequeño. Otros días, mirando lo grande me siento grande, pero hoy me sentía pequeño, muy pequeño, infinitesimal. El catarro, quizás.
He bajado y me he lavado los dientes yo también. He llegado a la cama y allí estaba C. dormida. Con las luces apagadas he levantado el edredón y me he metido. He agradecido su presencia, porque al lado de una hija un padre pierde los miedos, se disipan las incertidumbres, se ahuyentan los espectros.
No podía pasarme nada, sus 20 kilos protegían mis 100.
Aunque ella, no lo sabe.
Publicado en a2manos el 25.12.06