Me dice un amigo:
Estoy preocupado, porque hay una chica que me gusta. Que piense en ella en el rato que estoy en el atasco le parece bien. Pero que lo haga antes o después, ya no tanto.
Me pongo la bata y la perilla cana modelo Sigmund y concluyo para mí que hay un problema de autoestima subyacente (diploma de psiquiatra no tengo, pero perilla sí, y con eso me dejaron colegiarme). Comparto el diagnóstico con mi amigo: ¿Por qué le parece mal que la quieran independientemente del tráfico? Es como si dijera: Quiéreme, pero sólo cuando te aburras. Ergo, baja autoestima.
Me quito la bata y la perilla.
Mirando a la cámara.
A mí que me quieran en los atascos me parece muy básico, muy elemental, se me queda un poco escaso. Al fin y al cabo, eso sólo quiere decir que estoy en el ranking de su vida por delante del radiocasete. «Estoy aquí, menudo coñazo, y me he acordado de ti» lo escucho y no digo nada, pero no me excita ni lo más mínimo. En cambio un «Me he levantado feliz, tremendamente feliz, y en vez de ponerme a currar me apetecía escribirte. Para compartirlo contigo y para estarlo más». Uf, eso sí me pone. Una llamada con un buenosdías legañoso, calentito, antes del café… eso también. Estar por encima del primer café o de la ducha es una buenísima posición.
Claro que yo soy muy reinona. Lo sé. Me pierde que me mimen. Comparto el cincuenta por ciento de los genes con el gato de angora que se te sube en el regazo y la otra mitad con la rana de los cuentos que espera besos de príncipes. Yo soy una reina.