Los cementerios siempre me han parecido sitios fascinantes. No puedo evitar leer los epitafios, los nombres y las fechas. ¡Qué ejemplo de síntesis! No suelen hacer falta más de 100 caracteres para resumir una vida.
Pero los camposantos de este país no son acogedores, no resultan cómodos. Y pasar un rato con alguien a quien echas de menos o a quien te apetece consultar algún asunto suele hacerse ingrato. Es como si estuvieran pensados sólo para la comodidad de los residentes, no para las visitas.
Además, los monumentos funerarios que usamos aquí, suelen pecar de exceso de solemnidad, y no propician la confidencia ni el trato humano. Por eso cuando descubría en las películas la tumbita en el terreno de los granjeros norteamericanos, o después viajando los enterramientos en el campo de arroz de los vietnamitas o los parques con discretas cruces de algunos cementerios europeos no podía dejar de sentir cierta envidia.
Fue en Nueva York, precisamente en Central Park donde me fijé en los recordatorios escritos en placas metálicas en los bancos y me pareció perfecto tener un lugar de referencia tan cómodo, que invita al relajo y a la charleta con el difunto, lejos de boatos innecesarios. Apartado, pero a la vez inmerso en lo cotidiano.
Lo siento por aquellos que detestan sistemáticamente lo de fuera, pero hay ciertas cosas que no estaría mal importar. Más si cabe habiéndoles consentido el pollo frito de Kentucky.
Me encanta este post.