Hoy se me ha roto un candelabro de cristal. Estaba limpiándole la cera por el método de sumergirlo en agua hirviendo y al sacarlo no ha resistido el cambio de temperatura y se ha hecho añicos. Me he quedado un poco patidifuso, no me lo esperaba. Cosas de la Física, supongo.
Este accidente trae un par de desgracias acompañadas. La primera de ellas es que deja huérfano al su candelabro gemelo. Estoy tentado de sumergirlo a él también y que corra la misma suerte, por una cuestión de simetría, el universo de los candelabros debe estar a estas horas descompensado.
La segunda desgracia es que me recuerda el aciago día en que me lo regalaron: el de mi boda. Y a quien perpetró dicho regalo: mi tía Rufina. Subrayando que eran a) de Murano b) muy caros c) muy caros d) de Murano. Mi tía Rufina no me caía especialmente bien, ni yo a ella como demuestra la elección del regalo. Todo el mundo a mi alrededor es consciente de que un candelabro, o una pareja, ocupan un sitio muy bajo en mis preferencias, equiparable a «sexteto de elefantes con la trompa hacia arriba» o «bucólica jovencita con cordero exangüe de Lladró». Muy por debajo de «sartén antiadherente», «plancha» o «juego de toallas de rizo americano».
Debería haberme deshecho de ellos hace mucho tiempo, me refiero a los candelabros. Pero cuanto más caro es un regalo más cuesta tirarlo a la basura.
Regalarlo habría sido más fácil, hay gente para todo. Habría sido más fácil si hubiera sido un objeto menos peculiar, pero estos candelabros eran endiabladamente raros y mi tía Rufina tiene muchas conexiones. Y es muy rencorosa.
El agua sigue hirviendo. El candelabro huérfano me mira con respeto o miedo, según se mire. A la tristeza de presenciar la desintegración de su hermano se añade la congoja de percibir que no he apagado la cazuela. El candelabro debe estar sintiendo una vorágine emocional en su frío corazón de cristal que no se la deseo a ningún humano. No es muy expresivo, pero yo lo intuyo.
Decido indultarlo. Me congratulo de mi magnanimidad. Apago.