Era una mujer delicadísima, muy sensible, hipersensible. era capaz de notar las menores oscilaciones de la temperatura, las más leves corrientes de aire, Era capaz incluso de detectar la ínfima variación electromagnética que se produce a mi alrededor cuando estoy de mala leche. Aunque fuese sólo el anticipo del prólogo del inicio de una fase de mala leche.
También era permeable a mis alegrías, a mis buenos humores. Lo era tanto que se bañaba en ellos, hacía surf, se columpiaba como Alicia en su columpio gigante. Los primeros meses, esos de las mariposas en el estómago, parecía que teníamos tigres en el digestivo. Las emociones acompasadas, que en aquellos días fulgurantes eran siempre del color del arcoiris, para los de la LOGSE del color de la bandera gay..
Pero una mañana me dijo: Hace frío.
—Pues, sí, es verdad, hace fresquito, subiré la calefacción.
A mi me parecía que hacía la misma temperatura de todos los días, lo dije por conciliar.
A la mañana siguiente insistió: Uf, qué frío hace.
—Querrás decir «Tengo frío, o siento frío» la temperatura es una cuestión muy subjetiva.
Busqué la asepsia en la entonación, pero está visto que no la encontré. Y ella consiguió detectar una pequeña vibración sísmica. Torció el gesto. Se quedó callada.
Otro día.
—No me gustan los plátanos —dijo.
—Ya lo sé, pero me lo estoy comiendo yo —contesté.
—Sabes que no me gustan nada los plátanos e insistes en comerlos. Con esa textura tan harinosa que tienen y el olor tan desagradable. Lo haces para molestarme.
—No, lo hago porque me gustan los plátanos.
—Si pero hay muchas otras frutas que te gustan podías comer otra cosa.
Otro día.
—Hace demasiado Sol, no soporto el sol. Me da en la cara.
Y lo decía como si el Sol se hubiera levantado esa mañana con la única misión de buscarla y concentrar sus rayos sobre ella, de entre todos los millones de seres que pueblan el planeta el astro rey lucía sólo para ella y concretamente para chincharla. Me abstuve de indicar que llevaba sombrero, gafas de sol y estábamos sentados en una terraza de un bar, bajo una sombrilla.
Llegué a pensar que me estaba poniendo a prueba, que tenía una cámara oculta.Se me ocurrió una idea.
Convencí a un dependiente de Ikea para que apilara 7 colchones. Le dije que iba a pedirle matrimonio a una trapecista y quería hacerla ver que conmigo siempre caería en blando. Puso cara de póker. Cambié de estrategia y resumí que era una broma privada mientras deslizaba en su bolsillo un billete de 50. Se volvió la mar de comprensivo.
Lo que tenía en mente era hacer un experimento. Antes de que se subiera, y sin que el dependiente me viese, introduje 3 guisantes debajo de los colchones. La invité a tumbarse. Y al instante, como impulsada por un resorte, como si en vez saltar a un colchón de la gama Sultan hubiese caído en una cama elástica, dió un salto, ¡qué incómodo! gritó. Me quedé pasmado . ¡¡¿Cómo se te ocurre meter algo debajo de los colchones, qué pretendes, provocarme una lesión de columna.
Me quedé atónito. Esa prueba era definitiva. No fingía, era realmente hiperestásica.
O quizá era guisantófoba… en cualquier caso ya no había vuelta atrás.
Y a partir de ahí el número de cosas que le resultaban insoportables fue creciendo. Y un día me incluyó a mí en esa lista. De forma inapelable mi presencia, mi masa, mi volumen, mi ADN, todas y cada una de mis moléculas le resultaban absolutamente insoportables. Ella no tenía la culpa era su hiperestesia.
Y se fue.
Más o menos por donde había venido.
Pero muy enfadada.
Todavía no me lo explico, no alcanzo a comprender: ¿Por qué jamás se quejó del tubo de pasta de dientes? Nunca consigo acordarme de ponerle la tapa después de usarlo.
NOTA: La imagen la encontré en un blog, labuhardilla.wordpress.com.