Voy a hacer la compra. En la lista llevo apuntado: fruta, zumo, cocas, cerves, yogures, donlimpio baños, donlimpio normal, pastillas para el lavaplatos, pan de molde, pescado, queso gouda, chococrispis, pajitas de sorber (encargo de C.)
Cuando he recorrido el tercer pasillo llevo 10 cosas que no tenía apuntadas. Eso está dentro de los márgenes de lo habitual.
Ya sólo me falta el pan. Pero para llegar al pan hay que pasar por las galletas. Es fascinante la variedad de galletas. Algunas tienen nombres exóticos y sugieren emociones fuertes. De repente, desde el montón oigo un psch, psch. Igual que hacen los camellos en Malasaña, los nevaditos Reglero están tentándome, ofreciéndome su «merca». Yo había resistido todas y cada una de las galletas, incluyendo las oreo bañadas en chocolate blanco (¡lo que daría yo por conocer esa bañera!) pero lo de los nevaditos es demasiado.
Me acerco.
Les miro fijamente, cara a cara. Les espeto: ¿Pero no os da vergüenza hacerme esto? Llevo más de seis meses limpio.
Al no haber tenido éxito como camellos, los nevaditos reglero se transmutan en Bo Derek, en las escenas más tórridas de 10, la mujer perfecta, hasta puedo escuchar el Bolero de Ravel. Alargo la mano. La vuelvo a retirar. La vuelvo a acercar. La vuelvo a retirar. Pienso en el infierno, en el pecado, en Adán y Eva, en la serpiente, en las grasas saturadas, en la manzana, en la operación bikini, en la operación Atalanta (esto es una asociación rara que estudiaré luego) y en la madre que los parió a todos.
Pienso en Dios.
Si Dios existiera no permitiría que yo me llevara esa caja de nevaditos Reglero. Porque Dios (de existir) debe saber que yo llevo más de seis meses resistiendo esta tentación. Que casi entoy curado.
Me alejo. Seguro de mi mismo. Orgulloso. Fuerte. Cojo un paquete de pan de molde con corteza tierna, mediano. Me dirijo a la caja. Cuando uno tiene principios sólidos y una convicción, cuando uno es disciplinado y sensato… Suelto el carro y vuelvo a por los nevaditos. Cojo una caja sin pensar. Vuelvo al carro. Voy a pagar. Miro alrededor: nadie me conoce. Pago. Meto todo en el maletero del coche. Devuelvo el carro, recupero mi euro. regreso al coche. Abro la caja de nevaditos y el plástico que los recubre lo rajo con la llave de la oficina. Me siento como si estuviera bajándole las bragas a mi prima mientras sus padres ven la televisión en el cuarto de al lado. Me como uno. Me como otro. Nunca lo había hecho en un aparcamiento. Me siento sucio. Cierro la caja. Cierro el maletero. Me subo al coche. Arranco. Antes de meter la marcha atrás me bajo otra vez y voy al maletero, cojo otro nevadito reglero. Si voy al infierno que sea con tres nevaditos en la barriga.
Definitivamente Dios no existe.
El pecado, en cambio, sí.