En una fiesta muy fina en una urbanización del norte de Madrid me encuentro hablando con una chica.
Me cuenta que es la hija de churrero de Pozuelo. También me cuenta que su sobrina se ha caído en la piscina y no sabía nadar. También me cuenta que tuvo un novio ciclista y algunos avatares de su carrera. Aprovecha un descuido mío para colocarse el aro del sujetador con disimulo. Lo aprovecha mal, si no, no estaría yo contándolo.
Yo no hablo pero me estoy quedando prendado, lo noto. No hablo por timidez. La hija del churrero de Pozuelo es una contradición en sí misma, y eso me fascina. Su mirada es limpia. Sus manos grandes, no lleva las uñas pintadas. Su conversación es como un baúl lleno de juguetes, algunos de ellos rotos.
Como yo no participo mucho, ella dice sus frases y dice también las mías. Como si por no cumplir un determinado cupo de frases dichas a uno pudieran echarle de la fiesta sin contemplaciones y ella quisiera salvarme.
Me pregunta que dónde vivo y cuando le contesto que en Begoña me dice que ella tiene una amiga en Embajadores. Me repito mentalmente varias veces su comentario para llegar a la conclusión de que esa amiga suya y yo sólo tenemos en común el no vivir en el mismo barrio que el otro. ¡Asombroso!
Una chica tan desprovista de coherencia tiene que ser un auténtico torbellino en el amor.
Me sigo prendando.
Estoy a punto de confesarle que me echo crema con factor de protección número 12. Ni 15 ni 7, exactamente 12. Es porque veo que no hay salto en el tema de conversación que le asuste y quiero impresionarla. Pero me callo. Por timidez.
Estoy a punto de pedirle el número de teléfono de su padre para solicitar su mano, pero me interrumpe poniéndose seria y contándome que lo que más le gusta en el mundo son los gusanitos. Sí, esos de color naranja que supuestamente saben a queso. «Mi padre los hacía».
Estoy a punto de decirle que la amo repentina, fulgurante e inexorablemente… Pero me callo. Por timidez.
Vuelvo a casa con toda la chaqueta llena de amor: amor sincero, platónico y por qué no decirlo: poco correspondido. Feliz; lo que técnicamente se conoce como feliz.
A la mañana siguiente, en la compra, elijo dos yogures Bio de frutas del bosque, unas cocacolaslait, una lubina para hacer a la espalda (no estoy seguro de qué es a la espalda pero me gusta el nombre, ya lo buscaré en el libro de recetas) y una docena de huevos.
Y una bolsa de gusanitos.
Coloco la bolsa en una estantería de la cocina e imagino que ella vendrá algún día más o menos por casualidad y que yo le sacaré la bolsa y ella pensará que es tan bonito como cuando Bambi encontró a su madre y sonreirá y se comerá la bolsa y acabaremos los dos con los dedos naranjas y a partir de ahí viviremos felices el resto de nuestra vida. Esto último no me lo creo yo ni en sueños pero no pienso borrarlo. En la misma estantería de los gusanitos tengo unos burmarflases sin congelar y una bolsa con panchitos mezclados con kikos. Esto lo digo para que el lector se dé cuenta de que he elegido un puesto de honor para colocar la bolsa.
Aunque se quedó con mi teléfono pasan los días y no me llama.
Cada vez que abro para coger algo del armario veo la bolsa. Y pienso en ella.
La hija del churrero de Pozuelo se llevó mi corazón aquella noche, justo en aquella fiesta, pero parece que no se ha dado cuenta. Si yo fuera de sufrir sufriría. Pero no, no soy de sufrir.
Un mes después (puede que llevado por el desengaño) pienso que tampoco va a pasar nada si abro la bolsa y cojo dos o tres. En efecto, cojo cinco. Y no pasa nada.
A partir de ahí y paulatinamente las visitas a la bolsa menudean. Dos semanas después terminé con ella (con la bolsa). Los últimos estaban un poco rancios, lo tengo que decir.
En este tiempo la hija del churrero de Pozuelo no me ha llamado. Poco a poco me he comido sus gusanitos. Hoy he doblado la bolsa y la he tirado sin pesar. Y sin pensar.
Con ella se ha ido a la planta de reciclaje un amor sincero y platónico, también repentino y fulgurante.
En estado embrionario, eso sí.
Incluso podría decirse que precoital.
ummmmh! «amor churrero»!
Muy tierno, yo una vez me fui de safari lejano, y allí, en el safari lejano estaba también un churrero de Madrid con toda su familia, que por lo visto estaba forrado, se ve que los churros dan mucho de si, cada año hacían un viaje a los confines o mas allá.
No se por que cuando alguien hace algo mal le dicen que le ha quedado «un churro».