Volvía a quedar 3º en el Concurso de Cartas de Amor para Empleados. Era el segundo año que le pasaba. Se lo dijeron esa misma mañana. De estrangis. Un compañero que había formado parte del jurado. Porque si no… en un concurso literario no te enteras de que has quedado tercero: ganador, finalista y montón, no hay más.
Llevaba el 40: el que va de Alfonso XIII a Red de San Luis. E iba bien pero que bien jodido. Porque las cartas de amor no se escriben con talento literario, mucho menos con oficio. Las cartas de amor se escriben con sangre, y salen directamente del corazón. En cada maldito semáforo tenía que encenderse el rojo para recordarle a él con qué se escriben las cartas de amor.
El autobusero nunca había tenido la menor vocación hacia las letras. Era, en cambio, desde niño un hombre de volantes y de ruedas. De pensamientos cíclicos, de ir, y de volver. Alguien que trabaje en el transporte lo sabe: no hay nada más distinto a un escritor que un camionero. Porque el camionero siempre regresa y en cambio el escritor no hace más que ir e ir e ir. Parte un día y ya no vuelve más. Y, ay del escritor que vuelve, ese ni es escritor ni es nada. Ni siquiera es camionero.
El autobusero había empezado con el nacional de mercancías, le gustaba más. Lo que se siente en un seis ejes por la carretera de Andalucía es algo indescriptible que no está al alcance de la mayoría de los mortales. Uno se integra con el camión en una comunión perfecta, pero no sólo eso, en ese vagar inexorable a velocidad y rumbo constantes, uno (hombre-camión) se disuelve en el universo. Y fluye como fluyen los ríos, y flota como lo hacen las nubes, y se calienta y se enfría y florece como lo hace el propio sol. Un camionero es un asceta de nuestros días (de nuestras carreteras) y roza el cielo. Qué digo roza, lo toca y bien tocado. Un camionero es un místico que va en camión. Volvo lo sabe. Por eso los camioneros tienen asientos con muelles. No por los baches, sino porque los muelles le van bien al levitar.
Un camionero sólo deja el ámbito de los cuerpos celestes cuando para en un restaurante o en un club de carretera. Ahí, sí; ahí se hace terreno. Pero en seguida, en cuanto sale, se echa un eructito, tira del pantalón hacia arriba, se sube a la cabina, arranca, deja un ratito al ralentí y vuelve a elevarse. Aunque lleve su curso de italiano en el radiocasete o su Luis del Olmo, él se eleva.
El autobusero había trabajadio como camionero en el nacional de mercancías, y le gustaba mucho, pero conoció a Rita. Se enamoró profundamente, y cambió el seis ejes por un autobús urbano para no tener que separarse de ella. Me podía haber ahorrado esta frase porque ya la veíais venir. No es que seáis muy listos, es que yo soy muy previsible. Me la podía haber ahorrado si fuera inventada, pero es que es cierta hasta los huesos. Rita al principio ni fu ni fa. El autobusero se lo curró con la tenacidad y el temple aprendidos en la red vial. En unas pocas semanas Rita fu y Rita fa. Se cogieron un pisito de alquiler en Hortaleza, muy cerca del Carrefour. No en lo que han hecho nuevo sino en lo cutrecillo, lo que es la Hortaleza proletaria de toda la vida. Dos habitaciones, tercero, exterior, sin ascensor, 60 metros. El suelo de terrazo y las ventanas de hierro, eso sí. Pero les daba igual, el amor que se tenían era más potente que un suelo de parquet del caro, más intenso que un alicatado de Porcelanosa. Su amor era más protector que el aluminio con Climalit, más hermoso que un estucado florentino hecho con esponja y buena maña. El autobusero estaba lo que se dice desatado y cuando a las tres de la mañana ella se dormía después de hacer el amor un par de veces, él se levantaba de la cama sin hacer ruido y se iba a la salita (con las zapatillas, eso sí). Se ponía entonces a escribir caricias extras, besos adicionales, todo lo que no había podido susurrarle, las palabras que no había tenido tiempo de colocar en la piel de ella. Se vertía el autobusero en aquella mesa de formica imitación roble. Los renglones perfectamente alineados, la letra compensada y rotunda, el boli bic azul, de tanto amor escribía en rojo. Y empezaba siempre: Querida Rita:.
Había dejado Mejia Lequerica para tomar Francisco de Rojas y lo había hecho sin afectarse, sin mirar a los mensacas, pasando de todo. Absorto en la última frase de la carta una lágrima se le escapó. Una gorda, no te creas. No es frecuente ver a un autobusero llorar. En parte por pudor y en parte para evitar el trago a los pasajeros se saltó la parada de la calle Luchana. Al finalista le daban 600 euros y al ganador 1500. Eso también le amargaba, aunque menos.
Para recuperar el control y la autoestima se repitió a sí mismo que el éxito del autobusero consiste en ser puntual, ayudar en lo posible a los mayores, no dar acelerones ni frenazos, no hacerle ningún rayajo al coche y tener cuidado con las motos. El éxito de un autobusero es ser invisible. Eso pensaba para mitigar el daño que le hacía haber quedado 3º en el Concurso de Cartas de Amor para Empleados.
Gracias al 3º premio de tu autobusero, quedaron vacantes el 1º y el 2º.
Lo ganaron las cartas que más sangre y más corazón llevaban. El jurado, efectivamente, se pasó por el forro lo del talento literario.
El 1º quedó 2º por sustantivar tequieros y puntuar con arrogancia. Me lo dijo el propio autobusero. Se enteró de estrangis. Así es la vida.
Y sí, estoy.
Pues claro.
Aunque nunca me gustó que me pasaran lista.