Uno de esos de ahí abajo podría ser el hombre más poderoso del mundo, o el hombre más mezquino, o la mujer más inteligente, o la más suspicaz. Da igual, no tienen halo, ni nada especial que los señale, son hormigas. Insignificancias ensimismadas en sus realidades mundanas.
Y eso porque hemos congelado la imagen y de esa forma hemos alargado un instante, si contemplásemos a estas hormigas en el tiempo geológico, según el reloj de los cuerpor celestes, entonces apaga y vámonos.
La vida es un pentagrama que nos viene grande, y nosotros garrapateas presuntuosas tocadas fuera de tempo, a las pruebas me remito.
El invierno permite que unos pocos rayos torcidos de Sol se derramen sobre la plaza del Comercio de Lisboa. Y yo, desde mi atalaya en el Arco da Rua Augusta me empapo de un sentimiento de insignificancia universal cuando bien podría estar tomándome un gin tonic con unos panchitos o similar. Quién me mandará a mí subirme a estas alturas. No me sientan bien las alturas.
Lo malo del vértigo es que luego no te apetece tomar nada.
Lo malo de los puntos de vista absolutos y tremendos, construidos sobre la razón genuina, es que las rozaduras cotidianas, los desamores, los fracasos, las soledades, escuecen exactamente lo mismo, has hecho el esfuerzo intelectual y no te ha servido para nada. Dos de esas hormigas podrían ser el hombre más listo del mundo y el más tonto, caminando juntos, y acabarían metiéndose en los mismos charcos. Léase el Tajo, que estamos en Lisboa.
—La tónica me da igual, pero que la ginebra sea buena. Y traiga unas aceitunas, o unos anacardos para picar ¿No tendría usted panchitos?