«Antes viviamos momentos inolvidables y no los documentábamos, ahora documentamos momentos inolvidables y no los vivimos»
Se lo escuché a una persona que, recientemente y por azar, ha pasado por mi vida. Lo dejó caer explicando por qué no le gusta hacerse fotos con el móvil, ni con otros aparatos.
Cayó la frase en el suelo de grava, el sol era testigo mañanero allí a lo alto, y se extendió como las gotas de tinta de la pluma por el lavabo cuando limpias el plumín. Siempre que veo caer una de esas gotas y teñir el agua voluptuosamente pienso que tengo que hacerle una foto, pero me entretengo disfrutando del simple espectáculo y se me pasa el momento. Además suelo tener las manos mojadas, eso no invita a coger la cámara.
La frase no era suya, ella la había traducido. No cito la fuente original porque la desconozco y no cito la fuente de la fuente porque no sé hasta dónde llega su pudor. No sé si le gustaría verse retratada en estas páginas, aunque no creo que las conozca.
Aquí en el paraíso no hay cafés donde sentarse a charlar. Es como si la gente no los necesitara. ¿Dónde se confiesan los lugareños entonces? Supongo que con los árboles, con el horizonte. U obtienen una absolución express, de pie, en la barra del bar, esperando una tapa de ensaladilla. En la ciudad necesitamos sentarnos: es que nuestros pecados tienen más prosa.
Me riego estos días con Inglaterra, Inglaterra de Julian Barnes, con la frase del principio del post y con un vino de Oporto que no consigo dosificar adecuadamente, dame tiempo.