Lo percibí la primera vez que me rozó con sus dedos: carne de gallina.
Pensé que quizás… ya sabes, yo soy muy de pensar… que quizás sería una simple electricidad estática. A todos nos ha pasado que te da calambre una lavadora y no por eso acabas enamorándote de la lavadora ¿no? Algunos, sí.
Con una mirada era capaz de invertir el sentido de giro de todos mis electrones, las trayectorias de muchos de mis neutrinos y tenía que buscar una toma de tierra apretando con las manos sudorosas un gin tonic. El vaho del vaso facilitaba la conducción.
Los días que había tormenta prefería no quedar. Algo en el ambiente me decía que era mejor dejarlo estar.
Después de acariciarle el pelo no podía sentarme a escribir, se me pegaban los clips a los dedos, las grapas… si lo intentaba con el ordenador el campo magnético hacía interferencias: «sobrecarga en el sistema». ¡A mí me lo vas a contar!
Después del sexo unas veces me sentía exultante, como un pararrayos orgulloso que se tutea con las nubes. Otras era sólo esa tira de caucho que colgaba por detrás del Seat 124 de mi tío Alfredo, arrastrando por el asfalto, conectándolo con el suelo, haciendo masa. Estoy hablando del después, porque el durante siempre fue muy pirotécnico.
A la vez engolosinado y temeroso de aquellas potentes descargas acabé poniendo aislantes de caucho en las patas de la cama, por lo de la caja de Faraday. Pero ni por esas, los pelos de las piernas, acababan punky total.
Un día me pidió que le diese un masaje. Froté su espalda con tesón y deleite (tesón/deleite más o menos al 50%) y después cogí, sin tomar precauciones, un disco duro, con la terrible consecuencia de que lo borré entero. Era ése donde guardaba todas las fotos de mi vida. No tenía copia de seguridad, unas lagrimitas se me escaparon viendo salir un hilo de humo blanco de la triste cajita metálica.
Pero con el tiempo, de forma imperceptible, se cambió la polaridad. Y de la misma manera que antes me encendía hasta el punto de incandescencia de las orejas, con el tiempo su presencia me vaciaba de energía. En apenas dos años, lo que dura la batería de un smartphone, nos descargábamos con la sola presencia del otro. Y no le apetecía nada, ya no la iluminaba, ni frío, ni calor. Y no me apetecía nada, ya no me iluminaba, ni frío, ni calor.
Se fue silenciosa como una aurora boreal. Desapareció un día con la discreción de las cosas que nunca han sucedido.
Tener un potencial casi nulo me trajo mucha tranquilidad, pero algunas tardes llamaba a la puerta la nostalgia.
Un día de invierno, en la ferretería del barrio, compré «una manta eléctrica». Aparte de una razón técnica, había una cuestión ortográfica-sentimental: «una manta eléctrica» tiene casi las mismas letras que «una amante eléctrica», y suena muy muy parecido. Pensé que quizás… ya sabes, yo soy muy de pensar.
Y ahora me consuelo durmiendo con ella, Y con el televisor.