No era baja, no era alta, no era intensa, no era parca, no era sosa, pero era caústica.
Lo he pensado muchas veces y creo que al principio no era caústica. Se fue haciendo. ¿Se fue haciendo al contacto conmigo? ¿Quizá fui yo su reactivo? No lo sé, suspendí química en el bachillerato. No creo que sea buena idea culparme ahora.
Al principio era «casi» dulce. «Casi» entre comillas.
Nos pusieron un vino en una terraza —Seguro que tiene sulfitos —dijo. —Te sabe raro —contesté. —No, pero seguro que está adulterado.
Escéptica.
El escepticismo es muy contagioso y yo, sin darme cuenta empecé a buscarle los sulfitos a todas las copas de vino con las que me cruzaba. Yo no tengo ni idea de química, eso ya lo sabes, pero el caso es que me sabía todo el vino a sulfitos.
Fascinado por sus formas, y no sólo las gramaticales, interpretaba como gran inteligencia la capacidad para arañar con las palabras. A veces su discurso era un elegante bisturí de platino y otras una llave chirriando contra la carrocería de un coche.
Irónica.
Hablaba de libros y las páginas amarilleaban entre mis manos.
Era una de esas personas que no lloró con Bambi, lo cual, he de reconocer, me producía gran admiración. Ahora, cuando lo pienso: me produce escalofríos.
Comentaba sobre una película, ninguna le parecía buena, y los fotogramas se disolvían en mi recuerdo como si un ácido los hubiese tocado.
Las intenciones últimas del director o los actores no tenían secretos para ella. Me subyugaba tanto conocimiento, tanta intuición, o lo que fuera.
El arte era especialmente vulnerable a los ácidos verbales de mi amante. Mordaz. Salíamos de una exposición y ella me regresaba del trance a pescozones. —Es un timo, una vulgaridad. Una mierda, todo es una mierda.
Los libros.
Las películas.
La música.
La pintura.
Yo estaba enamorado, así que simplemente, para mí, ella tenía mucho mejor criterio, mucha más cultura, más estilo, era más selectiva, mas sensible… que yo.
Pero le llegó el turno a las personas.
Uau, era capaz de erosionarlas a distancia.
Y luego me llegó el turno a mí.
La sosa caústica es hidróxido de sodio NaOH. Y aunque ella, insisto, no era sosa, sí era bastante caústica. La fórmula química sería parecida, digo yo. El NaOH es tremendamente destructivo con la materia orgánica, y siendo yo eminentemente orgánico sólo era cuestión de tiempo que sucediese una calamidad.
Dirás, y tienes razón, que el hidróxido de sodio que destilaba mi amante no reacciona si no es en presencia de H2O (agua). Sí, pero yo no sé amar sin fluidos. Para mí el amor ha de ser líquido, contener al menos un 85% de agua, si no, ni es amor, ni es nada. Así que un día que nuestra pasión se había licuado con los primeros rayos del sol, derramados ambos como olas livianas, después de la espuma, tendidos sobre la arena, ella me tocó con su sarcasmo, por debajo de las costillas, lejos aún del ombligo. Salió humo de mi piel, olor a chamusquina, y al poco se me necrosó un centímetro cuadrado más o menos.
La miré, profundo en los ojos, tapándole con las dos manos la boca a mi dolor. Y sus ojos no dijeron nada. No se inmutó. Se levantó y caminó hacia el baño como tantas otras mañanas. Para ella no era noticia, no era extraño. Ella era así, no era sosa, pero era caústica.
Me alejé. no me quedaba otra opción. Y por las calles, durante un tiempo, busqué amantes tirita, amantes venda, amantes tisana… la herida ya estaba curada, era más por cambiar, o por simple miedo. Las busqué pero no las encontré.
Ahora ya sabes por qué tengo esa cicatriz pequeña en la barriga.
Es un recuerdo de mi amante caústica.