Las gotas del rocío son pequeños diamantes.
Sólo si las toca el sol.
Y justo ahora el sol las está tocando.
Contemplo una porción de césped cubierto de diamantes.
Y me siento el hombre más dichoso del mundo (al menos uno de los 10 más dichosos).
No puedo llevarlos al banco, ni cambiarlos por un buen millón de dólares.
Pero nada ni nadie se interpone en este instante en el placer de contemplar este prodigio íntimo y sensual. Magnífico y escandalosamente suntuoso.
Ayer sucedió un atardecer. Quizá ustedes se dieron cuenta.
No era uno más, al contrario, era uno singular e irrepetible.
Y al final de ese atardecer especial el cielo ennegreció y se llenó de pequeños diamantes.
No puedo llevarlos al banco, ni cambiarlos por un buen millón de dólares.
Esos diamantes me hacen un hombre inmensamente feliz.
Además de inmensamente rico.
Pero con escasa liquidez.