Si yo fuera pájaro, no me gustaría vivir en un aeropuerto. No creo que mi autoestima pudiera resistirlo.
Cada día ser testigo de cómo esos gigantes levantan el vuelo y se van a cruzar el Atlántico, o el Mediterráneo o el que quieran; demasiado para una simple ave.
Que sí, que ya lo sé, que yo soy más ágil, más ligera, pero a mí no me ponen finger, ni me reverencian los hombres de chaleco amarillo y orejeras. Ni me traen jardineras llenas de gente, ni me miman las alas, ni me calientan si hace frío. A mí no me hace caso ni el halcón. Bueno, el halcón sí, para mi desgracia. ¡¡Es que no tienes conciencia de clase!! Tú, halcón, eres un pringado como nosotras. Te crees superior pero sólo eres un vendido, pagado por el sistema, que comes de su mano y obedeces al aparato represor del aeropuerto. (Manifestación de gurriatos: »¡¡Más comederos, menos halcón!! ¡¡Más comederos, menos halcón!!)
Sueño con maletas que viajan del cuerpo del Boeing a la terminal. Me excito con el rugir sostenido de los motores. Me entran ganas de manchar el traje de chaqueta impoluto de la ejecutiva que se bajó del jet, pendiente del peinado, de atusarse la falda…
Y no hay quién encuentre unas miguitas en la pista, sólo gotas de aceite y caucho untado en la tostada de asfalto como si de un desayuno postindustrial se tratase.
¿Lo ves? Sólo de hablar de ello, de imaginarlo, me deprimo.
Y es que, si fuera pájaro, creo que me vendría mal vivir en un aeropuerto. Por la autoestima.