Es muy ingrata la piscina climatizada.
Voy de vez en cuando. Por rachas.
Suelo ir a la de Navalcarbón, pero ahora está cerrada por obras. Yo no lo sabía. Ir a la piscina y encontrártela en obras es una coartada perfecta para sustituir la jartá (voz coloquial de uso común en Andalucía) largos por un desayuno. Pero hoy, mi integridad moral estaba blindada, mi destino mental era acuático y he desandado el camino para volver a Las Matas, concretamente a su polideportivo municipal.
….-¿Dejan ustedes nadar aquí a forasteros?- le he dicho a la señorita del mostrador.
Y, muy seria, me ha contestado con un lacónico movimiento de testuz: 3 euros con 50.
He pagado el precio exacto para no crearle nigún problema con el cambio, también porque me cuadraba, y le he pedido alguna pista de cómo llegar a la pileta (estos sitios son laberínticos, te descuidas y acabas en aerobic o en el cuarto de contadores).
….-Ese pasillo de ahí, todo recto, última puerta a la derecha.
Me he congratulado mentalmente por su eficacia y le he agradecido en un castellano muy fluído las indicaciones.
En el vestuario había cuatro bancos corridos, cada uno en una pared. Tres parroquianos, cada uno en un banco. Me he dirigido al que estaba libre. Al poco llega un feligrés más y va a elegir mi banco, que además, era el más corto. Los otros tres señores estaban ya listos y han salido al remojón. El nuevo era de ésos con necesidad perentoria de pegar la hebra, de los que si no raja se le genera un vacío emocional o algo así. Estábamos los dos desnudos cuando me dice que él tiene que guardar el euro de la taquilla en la bolsa de deporte porque si no se le olvida en casa.
Vale. La afirmación era rotunda, coherente… no he visto necesidad alguna de replicar.
«Ya se acaba este año, muy mal se nos tiene que dar para que no veamos el 2007», ha dicho. Vale.
Achaqué su insistencia a que ha debido pensar que la frase inicial no tenía calado intelectual suficiente y que por eso no la había contestado yo. Frío, frío. Pero se le nota hombre tenaz, con convicciones. Además la frase es digna, está construída con corrección, bien podría haber salido de un tertuliano radiofónico. Yo he mirado a los azulejos, para ver si ellos se animaban a contestar. Pero no se veía movimiento, ni siquiera intención. Me he alineado con ellos y no he dicho ni mú. Esto me pasa a menudo, ante la duda, me alineo con los azulejos.
Él ha debido pensar que había poco feellíng entre nosotros y ha conducido una pausa larga, de una textura entre papel de lija y níscalos (esta comparación es un poco Millás, ya lo sé. Me gusta) . Y yo he pensado que además de buen orador era hombre perspicaz.
Ninguno de los dos miraba al otro los genitales. Bueno, quizá un poco, de refilón.
Nos hemos subido el bañador casi a la vez. Y se ha lanzado: «Yo llevo viniendo a esta piscina desde que la inauguraron». Lo normal habría sido decirle que me importaban un carajo similar al que acababa de ver sus aforismos. O darle el teléfono de una editorial para que mandara los originales de su locuacidad a doble espacio. O un «no merezco todas estas atenciones por su parte». Pero en cambio me he sentido arrinconado. He tenido un acceso repentino de culpa ancestral por insociable, egoísta y mala persona y no he podido evitar soltarle: «Perdone, no es nada personal, es que en los vestuarios, yo no hablo». Y ahí, justo en ese momento, ha brotado como lirio incandescente, iridiscente e indecente, su silencio. Mira tú por dónde.
La piscina era muy bonita, muy moderna y con mucha luz. Qué pena que una belleza así se use para sufrir. En este entorno jaitech, mi cuerpo, tallado a base de silla de oficina y donuts, destacaba de una manera especial, como la guinda del pastel. Lo he notado yo mismo, pero también la socorrista. Desde su trono me ha enviado una mirada tipo ¿estás seguro de tu electrocardiograma?
He hecho un calentamiento breve pero concienzudo en el que, a ojo de buen cubero, debo haber eliminado unas 26 o 27 calorías, y que a punto ha estado de costarme una lesión en forma de contractura muscular en el cuello. Entre el amago de traumatismo y el despilfarro calórico me han hecho replantarme la necesidad de esta tortura. Mas el blindaje de mi tesón ha resultado inexpugnable y he descartado la retirada por deshonrosa. Y poco viril.
Al agua, pato.
40 largos después he llegado a la meta en segunda posición. El primero era Johnny Weissmuller. Yo me hago mis propios campeonatos del mundo intergeneracionales y virtuales cada vez que me meto a nadar, y suelo invitar a figuras del comic, de la televisión en blanco y negro, alguna vez a alguna rubia neumática que canta country. Es que, si no, es un aburrimiento terrible. Johnny está regulín de forma, he bajado el ritmo para dejarle ganar en el último largo. Para no dañar su autoestima. Yo soy muy condescendiente con los tarzanes.
En el vestuario había ahora un buen jolgorio. Mi discrección ha pasado desapercibida. Yo feliz. No como antes. Me he duchado y me he vestido pero no me he podido liberar de ese sentimiento de fragilidad íntima que da el cloro y el descubrir que se te ha olvidado coger calcetines limpios y tienes que ponerte los mismos otra vez.
Y entonces ha ocurrido una pequeña catástrofe cotidiana, la máquina de cocacolas me debe haber notado el síndrome del cloro y después de echar la moneda: PRODUCTO AGOTADO, PRODUCTO AGOTADO, PRODUCTO AGOTADO, PRODUCTO AGOTADO, PRODUCTO AGOTADO.
Ésta ha sido la gota que ha colmado el vaso y que me ha llevado a la conclusión de que es muy ingrata la piscina climatizada.
Enterooooo, me lo he leido enteroooo