Algo tiene el 30 de diciembre que me pone tontorrón. Sensible. Y más si, como hoy, hay niebla.
¿Será el saldo del año que termina? Lo valoro. ¿Habrá sido bueno, malo o regular? Me faltan criterios.
¿Será la incertidumbre del que se avecina? ¿qué nos deparará?
Al final todos los años son iguales. Todos demasiado cortos. Todos demasiado tontos. Mentirosos. Todos los años son embaucadores, te hacen pensar que… Te apuntas, te involucras… y luego si te he visto no me acuerdo.
Me consuela estar aquí para contarlo, eso sí. Sobrevivirle. A él y a todos sus predecesores. Por ahora. Ellos perecen y yo sigo aquí. Hasta que llegue uno, traicionero, y me gane el pulso.
Esta mañana, en la carretera, un camión había volcado. Pero no creo que eso me haya desestabilizado. Al conductor del camión sí, supongo. Al camión también, es evidente, si no, no se habría salido. Pero a los que pasábamos empujados por la mano del guardia civil, no.
Va a ser la niebla.
Este 30 de diciembre me he ahorrado la prensa y la televisión. Sus resúmenes me estresan mucho. Y me ponen peor. Tanta desgracia mundial condensada en un minuto. Esa alegría infame de que no te ha pasado a ti. Debo tener el córtex prefrontal hipersensible, y casi me duele.
O será la niebla.
¿La niebla amortigua el sonido o soy yo? Se pierden las formas, las distancias… la propia identidad se disuelve.
Yo no he sido. No soy responsable. La culpa es del calendario.
Es 30 de diciembre y no puedo evitar cierta penosa melancolía. Como si me faltara un polvo, o un capítulo, o un cartucho.
Para disparar, para leer o para amar.
Antes de que el año, insolente e imparable, se esfume.
El muy cobarde.