Te lo tenía que contar.
Hace unos días se me murió mi abuela.
Tenía 98, vivía en su casa, como ella quería. Estuvo lúcida hasta el final.
Fue por la mañana.
Se sintió indispuesta, se levantó de la cama para ir al baño, y en ese momento su corazón impulsó los últimos diez latidos. Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. No hubo árbitro, ni público, ni lona, pero sí hubo KO. El contrincante era la vida misma. Con ese rival al final, siempre se pierde. Enseguida la encontró la joven que la acompañaba por las noches desde hace un par de años. Llamó a urgencias, pero ya no había nada que hacer.
Algunas vecinas y su hijo mayor pasaban todas las tardes, por turnos, a hacerle compañía. También el cura la visitaba para rezar, y unas monjitas (no es exceso de familiaridad, es que eran de corta estatura) le llevaban la comunión y charlaban. Supongo que le hablaban de un viaje alucinante, a un lugar maravilloso e increible en el que sólo hay buen rollo, las habitaciones son inmensas y todas exteriores, con vistas increibles y el aire acondicionado se ajusta automáticamente según los deseos del huésped. Pensión completa y todo gratis. A pesar de las visitas y de la misa diaria por televisión mi abuela pasaba muchas horas sola. Sola, en el sentido crudo de la palabra, que no es que no te quieran venir a ver, es que la mayoría de la gente de tu generación sencillamente ya no está. Así que los últimos meses, mi abuela, que nunca había sido proclive a viajar, empezó a parecerle buena idea la propuesta de las monjitas tour operadoras.
Mi abuela se fue tranquila porque nos dejaba a todos «colocados». Tenía la misma obsesión que los camellos de los suburbios: ver a la gente colocada. El tándem empleo-pareja le parecía a mi abuela el súmmum, el colmo del éxito, el nirvana en la tierra. Dejarnos colocados significaba emparejados y con empleo. Ay, si ella supiera.
Mi abuela era una mujer independiente. E hizo siempre lo que le dio la gana. No hizo su santa voluntad en el sentido de rendir culto al capricho, a la frivolidad o al arrebato, sino en el de ser fiel a sus convicciones. O más bien a su intuición, la gente humilde tiene intuiciones, las convicciones se las pueden permitir los pudientes o los cultivados. Por ejemplo: ella no quería consumirse en una residencia, ni «dar guerra» a nadie y terminó sus días en la casa en la que siempre vivió, rodeada de las fotos de sus seres queridos, su prole. Recuerdos de bautizos, bodas y comuniones, los hitos del camino de las personas de su generación. Mi abuela me repitió mil veces que volviera a mis estudios universitarios, que acabase la carrera, no se resignó a que su nieto desperdiciase sus presuntos grandes talentos hasta que cumplió más o menos los 90, que ya es tenacidad. Creo que sus palabras repetían el guión de lo que se supone que un hombre de provecho debe hacer con su vida, pero ella en la práctica no había hecho eso. Así que yo seguí su ejemplo en vez de seguir sus palabras. Además siempre fui su nieto favorito, tenía un montón de prebendas, aunque me criticase en persona siempre me justificaba frente a los demás.
Porque mi abuela no tenía pelos en la lengua, las personas que la trataron lo saben bien. Según llegaba me soltaba: «Pero qué gordo te estás poniendo» y luego sacaba para merendar un par de chorizos fritos de la olla, una tortilla de patata y un flan. Y si no me lo terminaba preguntaba si estaba inapetente por alguna razón y me guardaba las sobras en una tartera para que me lo llevara a casa. En algún lugar de su casa debe andar la flanera que más veces ha atravesado la Sierra de Guadarrama, de Segovia a Madrid, de Madrid a Segovia. Mi abuela tenía muchas virtudes y también muchas contradicciones. Me llamaba perillán, zascandil, haragán, de pequeño gurriato y a veces también tontolbote. Mi abuela se llevó un montón de palabras. Quizá debería avisar a la RAE, que si echan de menos algún término puede que lo tenga ella.
El jueves en el funeral me pidieron que dijera algo. Conté de forma resumida esto que te estoy contando a ti ahora, improvisando mientras me batía con una congoja que me agarraba por el cuello como un matón de patio de colegio. Los cientos de veces que me he puesto delante de un micrófono no servían para nada. Otro bolo mal pagado, joder, no es nada nuevo, me repetía para intentar calmarme.
Luego la seguimos al cementerio, he entrado allí en contadas ocasiones, ninguna divertida, y después de escuchar a otro cura joven repasar los lugares comunes del consuelo católico, apostólico y romano con menos pasión que el rey en el discurso de Navidad, caminamos detrás del coche fúnebre hasta su última morada. Un nicho estrecho, compartido con mi abuelo, que como le lleva 20 años de ventaja ha aprendido el difícil arte de la simplicidad, se ha desapegado de todo lo material, incluída la mayor parte de sus propias células y ocupa lo justo.
Mi abuela hizo su último viaje en un flamante Mercedes Benz de color negro, parecido al que llevan los ministros de la Unión Europea pero ranchera, y con muchas ventanas. No conseguía yo recordar otra ocasión en que la hubiera visto desplazarse a mi abuela en un coche de tanto lujo. En realidad esos oropeles nunca la deslumbraron, era austera, como lo son muchas mujeres castellanas. No sabía conducir, nunca montó en avión, ahí tengo yo una espinita. Pero, demonios, llevaba pagando el maldito entierro desde que yo tengo uso de razón, o bien ha financiado en El Ocaso las exequias de media familia o se merecía carroza con seis alazanes negros y cochero con librea. El paso lento del Mercedes permitía que su biznieta de 15 años, la hija de mi prima, wasapeara en el móvil sin miedo a tropezar mientras una parte dentro de mi se desangraba, en realidad no estaba enterrando a una abuela nonagenaria sino a dos madres. Con la primera no pude llorar, no sabía, me pilló muy joven.
Mi abuela era una mujer fuerte. No sólo tenía la fortaleza física que le permitió llegar entera a los 98, ya me gustaría a mí ver a esa edad a Usain Bolt recorrer el pasillo de la casa de mi abuela con la sola ayuda del bastón. Había superado la guerra civil con sus fríos, sus hambrunas, sus venganzas, sus asesinatos, alguna vez me contaba episodios terribles. Había superado los tiempos duros de la posguerra cuando todas las horas cosiendo eran pocas para conseguir algo de dinero. Mi abuela tenía montado en una habitación de la casa un taller clandestino de confección en el que trabajaban en malas condiciones un par de esclavas que eran mi madre y ella. Eran otros tiempos, eludir los impuestos, la seguridad social y saltarse las normas de seguridad e higiene en el trabajo estaba al alcance de todos los españoles y no sólo de las grandes empresas y las grandes fortunas. No existía Zara y ellas hacían rebequitas y vestidos para las familias del barrio. De sol a sol. Pero no era fuerte por eso, sino porque había aoportado la perdida de su hija, mi madre, y esa es, seguro, la guerra más grande en la que una mujer puede luchar. Esa guerra nunca se gana, nunca se supera.
Hace unos días se me murió mi abuela.
Me queda su ejemplo de fortaleza, independencia y dignidad.
Prefiero intentar esquivar lo de la ausencia de pelos en la lengua, no hace falta copiarlo todo.
Fue un viaje rápido a mi ciudad natal, Segovia. Estuve tentado de llamarte, quizá tomar un café, pero no lo hice. Gestiono muy mal estos eventos.
Ya estoy aquí otra vez. En este Sur cálido, húmedo y verde. Este es ahora mi sitio. Estoy bien.
Llueve. No es buen momento para tender la ropa. Ni para pasear o visitar los pueblos. Pero es buen momento para llorar, cuando llueve, llorar se nota menos.
Te mando un abrazo fuerte.
Un abrazo fortísimo
Ayer llovió por aquí, y ahora, que hace sol, también llueve un poquito dentro de casa mientras te leo.
Os veremos pronto y nos tomaremos un café bajo esa luz fresca y preciosa de por allá, y cantaremos un poquito juntos.
Muchos besos
No te conozco Oscar, pero qué bonito lo que has escrito de tu abuela, te entiendo muy bien. Yo perdí una bisabuela de 1O3 años, una abuela de de 98 y una madre de 95 y de verdad me he visto rfeflejada en tu relato. Mi mas sentido pésame y creo que con esto, tu tratarás de ser un abuelo igual. Un abrazofilomenita cacharros2
Oscar, siento mucho la perdida y te quiero enviar un abrazo enorme, no sirve de mucho, porque perdidas tan grandes dejan un hueco muy grande en el corazón, espero que mi abrazo algo abrigue. Estoy segura de que ella se sentirá muy orgullosa del recuerda que ha dejado, es la mejor forma de sobrevivir a esta vida perra, el recuerdo que dejamos en los que queremos. Enhorabuena por haber tenido el lujo de disfrutar a una mujer así.
BSSSS
Un abrazo fuerte Oscar ! Lo siento mucho.
Gracias, Oscar, por honrar a tu abuela de forma tan hermosa. Gracias por ser tan bellamente humano y saber compartirlo.
Lo bueno es que en vida te disfrutó
Cuando se tiene la capacidad de escribir con el amor y la humildad con la que hablas de tu abuela, de transmitirnos a todos la grandeza de ella como ser humano, es porque parte de ella esta en tí y eso te hace tambien ser un gran ser humano. Un abrazo muy grande mi querido Oscar.
Te acompaño en el sentimiento Óscar, yo me acuerdo mucho de las mías… ay!
Bonitas palabras y sentido homenaje. Te acompaño en el sentimiento.
¡Que GRAN NIETO para una GRANDISIMA ABUELA! …..¡que Dios te bendiga!
Bello y muy conmovedor
Cualquier palabra sería insuficiente para celebrar las tuyas, tu amor por tu abuela y a esa gran mujer así que tan sólo un gracias con lágrimas en los ojos. No llueve y no me importa que se note que lloro.
Cuando muere tu abuela, se nos mueren un poco todas las abuelas.
Un abrazo y todo el cariño, Óscar.
Conmovido. Un abrazo
Muchas gracias
Bonita historia… tanto como la mirada de una abuela, su olor, su cuellito arrugado que cuando besas te reconforta el alma como cuando tenias 4 años… Ay las abuelas… creo que cuando ya no te dan la mano mas, te haces mayor… 😉
Qué lindo honor le has rendido con este relato maravilloso y conmovedor.
Te acompaño en el dolor Óscar y aprovecho para felicitarte por este bonito homenaje a tu abuela… te mando mi corazón abierto y un abrazo.
Ay por Dios! Qué bonito rebonito
Me has echo llorar Oscar
Muchas gracias, amigo.
Qué grande eres, majo. A la altura de tu abuela como poco.