El atasco

Vivir en Madrid y tener que aguantar dos o tres días por semana el atasco de entrada, manda güevos. Para consolarme pienso que yo soy así, que éstas son mis circunstancias, que qué le voy a hacer. Cuando acaban las hormiguitas de M80 me pongo Siglo XXI de Radio 3. Otros días, muchos, esquivo el maldito atasco yendo a nadar a la piscina de Las Rozas, haciendo la compra en un Caprabo de Majadahonda que tiene a esas horas muy poca clientela y mucha guasa en las cajeras, o dando una cabezadita en un pinar de El Pinar (para que lo voy a negar).

Hoy me he armado de paciencia y he tirado palante. Al lado, un BMW descomunal con una mujer madura, rubia de un rubio caro pero falso. Hemos coincidido en varias paradas entre los kilómetros 22 y 18. ¿Qué irá escuchando esta mujer? ¿A Mahler o a Losantos? He mirado a sus lucecitas del equipo de sonido pero iban apagadas. A ver cuántas llamadas de móvil atiende. Si hace más de tres en el rato que vamos juntos, gano y me compro un donut al llegar al barrio. Si hace menos, pierdo y me compro dos (para compensar la desazón del fracaso). Tampoco usa el móvil. Vaya, qué poco juego das, bonita.

Lleva unas gafas de sol muy oscuras y no mueve la vista del frente. Como me ha estropeado mis dos juegos favoritos que son el de adivinar la emisora y el de contar las llamadas, pruebo el tercero, que es a ver si consigo que me mire. No vale chocar ni tocar el claxon. Nada. Qué tipa tan dura, no mueve la mirada del frente, ni se atusa el pelo, ni coquetea con el espejo… ¿Será autista? ¿Será Legionaria de Cristo?

No me rindo, y la miro fijamente cada vez que estoy a su lado, descaradamente, para provocar que se gire y ganar mi autoapuesta. En un momento dado, un pedazo de lagrimón le cae por debajo de las gafas de sol. Puedo verlo perfectamente desde mi coche. Denso como silicona alcanza la barbilla moviéndose con pesadez. Ella sigue impertérrita, sin mover la cabeza. Al poco tiempo, otra lágrima. Ésta corre más deprisa porque usa el camino que abrió la anterior. Y esta vez la mujer se pasa la mano haciéndose un buen estropicio en el maquillaje.

Apago la radio.

A mí estas cosas me afectan, soy muy sensible y muy empático. Además es demasiado temprano. Cada cuatro líneas discontínuas coincidimos. No puedo dejar de observarla. Miro a ver si el coche tiene algún rayajo y es por eso por lo que llora. Miro a ver si lleva alguna pegatina de una universidad extranjera, un hijo estudiando fuera… Miro buscando algún peluche, un hijo pequeño: los hijos dan muchos disgustos… No sé, algo. Tampoco lleva el casco blanco de los arquitectos, así que descarto que se le haya caído un edificio el día antes de su inauguración. Lleva un portátil en el asiento del copiloto, ahí va a estar la solución. O quizá no.

En el kilómetro 17,600 me mira y los dos nos damos cuenta de que yo también estoy llorando. Mi fuero interno -departamento de sensatez- emite una profunda y airada queja: «Tú estás gilipollas o qué. Quién te manda a ti mirar a la gente llorar en la autopista. Es imposible que adivines qué le pasa a esa mujer, absolutamente imposible, y sobre todo… ya no tienes edad para estas estupideces. ¿Se te ha ido la olla?. Te estás rayando, tron«. Como habéis podido comprobar mi fuero interno -departamento de sensatez- maneja un estilo literario directo, coloquial y muy alejado de formalismos. ¿Y el tuyo? Le doy la razón inmediatamente e intento enmendar esta tontería de congoja pero no puedo, no puedo contener el hipo. La mujer se ha sorprendido al verme los ojos rojos y le ha venido un acceso de risa, le sale esa mueca rarísima de cuando lloras y te ríes que parece que se te va a romper algún músculo porque no estamos preparados de fábrica para esta contradicción facial. Los dos volvemos la cabeza hacia otros coches en plan «¡no nos estará viendo nadie!». Sorpresa: el de mi izquierda también está llorando. Y los otros tres que van detrás de él, también, lo sé porque el carril ha avanzado y les he visto pasar.

¿Será la contaminación? ¿Un gas que se ha escapado de una central química? ¿Un accidente de la afectividad? ¿Un derrumbamiento moral? Ya me estoy imaginando el titular de mañana en los periódicos: Pucheros en la A6.

En la siguiente retención bajo la ventanilla:

-¿Qué le pasa, señora?
-Que me deprime el atasco ¿y a usted?
-A mí… yo es por usted, es llanto solidario ¿No tendrá un clines?
-Sí, arrímate y te lo echo por la ventanilla.
-¿Y éstos? van todos llorando.
-Eso no lo sé, con lo mío tengo bastante.
-Es verdad.

Estoy tentado de invitarla a una manzanilla en la próxima gasolinera, preguntarle por el hijo que estudia fuera, por el último edificio que ha construido o… pero me callo. Al fin y al cabo no tenemos confianza. La justa de haber llorado un rato juntos en la A6. No quiero que piense de mí que soy el típico ligón de autopista que aprovecha la más mínima para arrimarse y pedir el teléfono.

Hemos alcanzado el desvío de la M40 y aquí el tráfico se hace más ligero.

Hoy voy por Moncloa.

Barruntando las cosas que tenemos los humanos. Tan peculiares, tan inaccesibles, tan ignotas, tan sorprendentes. Y así, a lo tonto, atravieso la Ciudad Universitaria y enfilo hacia Reina Victoria. He vuelto a Siglo XXI. El buzón de voz. Una oyente se despacha a gusto contra un incauto que llamó ayer para decir que él se iba de putas porque era feo.

Ya he llegado a mi barrio y pienso en las vicisitudes de la rubia madura, en las de la oyente y en las del feo. Pero prefiero dejarlas dentro del coche, no subirlas a casa. Cierro con el mando. Pi Pi.

Hace un día muy bonito, pero vivir en Madrid y tener que aguantar dos o tres días por semana el atasco de entrada… esto desequilibra a cualquiera.

4 comentarios sobre “El atasco

  1. Yo también he visto llorar en un atasco y también he llorado yo. Lo malo del coche es que piensas que es privado, que nadie te ve, y lloras y ríes y cantas…

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