Me meto en la cama. Me tumbo del lado derecho con el brazo estirado por debajo de la almohada. Sale mi mano del embozo y queda tocando la mesilla. A las horas que yo me vot a dormir no tengo ganas de plantearme por qué.
A veces la mesilla a la que me agarro es una tabla de naúfrago. Por si la noche va mal. Por si se me fue la mano con el vino. Por si en pesadillas caigo en uno de ésos vértigos geométricos sin final que tanto agobio dan. Pues yo agarrado a mi mesilla.
A veces es una botella de ron casi vacía. Y yo un navegante ajado y templado en cien tormentas.
A veces la mesilla es la barandilla por la que subo a los sueños. Me agarro para no caerme porque mis sueños aceleran, frenan… van hacia delante y hacia atrás, inlcuso al mismo tiempo.
A veces la mesilla es alguien. Lo noto porque la madera toma el tacto de una piel. Suave y cálida. Entonces me duermo tocando a otra persona. No hay manera más dulce de dormirse que en contacto con alguien. Mi mesilla es entonces una mano, una espalda…
Dormir es empezar un viaje. No lleva uno maleta. Va casi desnudo. No hacen falta vacunas, ni pasaporte. Pero conviene llevar un asidero. Por precaución.
A veces el asidero es un trozo de piel, un trozo de alma.
Yo lo prefiero así.
Prefiero la piel a la madera, aunque sea en un colchón demasiado duro… Siempre hay cojines para salvarnos las noches.
Esas noches llenas de piel y llenas de almas…