Me dijo mi amigo: tenemos una gran ventaja, compañero, y es que carecemos de orgullo. Eso nos hace fuertes.
Me fui a casa con el soniquete convertido en flujos eléctroquímicos en la anatomía que cuando caminamos se sitúa más arriba del cuello.
Soy bastante serpiente para estas digestiones, por eso, dos semanas después llegué a una conclusión. No, no me atrevo a tanto, diré, mejor, que llegué a un enunciado alternativo.
Pienso que no es que nos falte el orgullo, sino que no usamos el modelo básico, el típico, el de llevar la frente bien alta, responder a las agresiones leves con virulencia, rasgarnos las vestiduras por un quítame allá esas pajas…
No. Gastamos un orgullo más enrevesado, un orgullo paciente, de calado. Un orgullo que no necesita comer palomitas todos los días, que prefiere brillar muy de vez en cuando bajo las luces correctas. No sé cómo explicarlo, quizá consiste en que aunque te pongas de rodillas, la cabeza a los efectos relevantes, te queda por encima.